Ludzie pragną czasami się rozstawać, żeby móc tęsknić, czekać i cieszyć się z powrotem.
Santa SofÃa de la Piedad no pareció molestarse nunca por aquella condición subalterna. Al contrario, se tenÃa la impresión de que le gustaba andar por los rincones, sin una tregua, sin un quejido, manteniendo ordenada y
limpia la inmensa casa donde vivió desde la adolescencia, y que particularmente en los tiempos
de la compañÃa bananera parecÃa más un cuartel que un hogar. Pero cuando murió Úrsula, la
diligencia inhumana de Santa SofÃa de la Piedad, su tremenda capacidad de trabajo, empezaron a
quebrantarse. No era solamente que estuviera vieja y agotada, sino que la casa se precipitó de la noche a la mañana en una crisis de senilidad. Un musgo tierno se trepó por las paredes. Cuando
ya no hubo un lugar pelado en los patios, la maleza rompió por debajo el cemento del corredor, lo resquebrajó como un cristal, y salieron por las grietas las mismas florecitas amarillas que casi un siglo antes habÃa encontrado Úrsula en el vaso donde estaba la dentadura postiza de MelquÃades.
Sin tiempo ni recursos para impedir los desafueros de la naturaleza, Santa SofÃa de la Piedad se pasaba el dÃa en los dormitorios, espantando los lagartos que volverÃan a meterse por la noche.
Una mañana vio que las hormigas coloradas abandonaron los cimientos socavados, atravesaron el
jardÃn, subieron por el pasamanos donde las begonias habÃan adquirido un color de tierra, y
entraron hasta el fondo de la casa. Trató primero de matarlas con una escoba, luego con
insecticida y por último con cal, pero al otro dÃa estaban otra vez en el mismo lugar, pasando
siempre, tenaces e invencibles. Fernanda, escribiendo cartas a sus hijos, no se daba cuenta de la arremetida incontenible de la destrucción. Santa SofÃa de la Piedad siguió luchando sola, peleando con la maleza para que no entrara en la cocina, arrancando de las paredes los borlones de
telaraña que se reproducÃan en pocas horas, raspando el comején. Pero cuando vio que también
el cuarto de MelquÃades estaba telarañado y polvoriento, asà lo barriera y sacudiera tres veces al dÃa, y que a pesar de su furia limpiadora estaba amenazado por los escombros y el aire de
miseria que sólo el coronel Aureliano BuendÃa y el joven militar habÃan previsto, comprendió que estaba vencida. Entonces se puso el gastado traje dominical, unos viejos zapatos de Úrsula y un
par de medias de algodón que le habÃa regalado Amaranta Úrsula, e hizo un atadito con las dos o
tres mudas que le quedaban.
-Me rindo -le dijo a Aureliano-. Esta es mucha casa para mis pobres huesos.
Aureliano le preguntó para dónde iba, y ella hizo un gesto de vaguedad, como si no tuviera la
menor idea de su destino. Trató de precisar, sin embargo, que iba a pasar sus últimos años con
una prima hermana que vivÃa en Riohacha. No era una explicación verosÃmil. Desde la muerte de
sus padres, no habÃa tenido contacto con nadie en el pueblo, ni recibió cartas ni recados, ni se le oyó hablar de pariente alguno. Aureliano le dio catorce pescaditos de oro, porque ella estaba
dispuesta a irse con lo único que tenÃa: un peso y veinticinco centavos. Desde la ventana del
cuarto, él la vio atravesar el patio con su atadito de ropa, arrastrando los pies y arqueada por los años, y la vio meter la mano por un hueco del portón para poner la aldaba después de haber
salido. Jamás se volvió a saber de ella.
Cuando se enteró de la fuga, Fernanda despotricó un dÃa entero, mientras revisaba baúles,
cómodas y armarios, cosa por cosa, para convencerse de que Santa SofÃa de la Piedad no se
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Cien años de soledad
Gabriel GarcÃa Márquez
habÃa alzado con nada. Se quemó los dedos tratando de prender un fogón por primera vez en la
vida, y tuvo que pedirle a Aureliano el favor de enseñarle a preparar el café. Con el tiempo, fue él quien hizo los oficios de cocina. Al levantarse, Fernanda encontraba el desayuno servido, y sólo volvÃa a abandonar el dormitorio para coger la comida que Aureliano le dejaba tapada en
rescoldo, y que ella llevaba a la mesa para comérsela en manteles de lino y entre candelabros,
sentada en una cabecera solitaria al extremo de quince sillas vacÃas. Aun en esas circunstancias, Aureliano y Fernanda no compartieron la soledad, sino que siguieron viviendo cada uno en la
suya, haciendo la limpieza del cuarto respectivo, mientras la telaraña iba nevando los rosales,
tapizando las vigas, acolchonando las paredes. Fue por esa época que Fernanda tuvo la impresión
de que la casa se estaba llenando de duendes. Era como si los objetos, sobre todo los de uso
diario, hubieran desarrollado la facultad de cambiar de lugar por sus propios medios. A Fernanda se le iba el tiempo en buscar las tijeras que estaba segura de haber puesto en la cama y, después de revolverlo todo, las encontraba en una repisa de la cocina, donde creÃa no haber estado en
cuatro dÃas. De pronto no habÃa un tenedor en la gaveta de los cubiertos, y encontraba seis en el altar y tres en el lavadero. Aquella caminadera de las cosas era más desesperante cuando se
sentaba a escribir. El tintero que ponÃa a la derecha aparecÃa a la izquierda, la almohadilla del papel secante se le perdÃa, y la encontraba dos dÃas después debajo de la almohada, y las
páginas escritas a José Arcadio se le confundÃan con las de Amaranta Úrsula, y siempre andaba
con la mortificación de haber metido las cartas en sobres cambiados, como en efecto le ocurrió
varias veces. En cierta ocasión perdió la pluma. Quince dÃas después se la devolvió el cartero que la habÃa encontrado en su bolsa, y andaba buscando al dueño de casa en casa. Al principio, ella
creyó que eran cosas de los médicos invisibles, como la desaparición de los pesarios, y hasta
empezó a escribirles una carta para suplicarles que la dejaran en paz, pero habÃa tenido que
interrumpirla para hacer algo, y cuando volvió al cuarto no sólo no encontró la carta empezada,
sino que se olvidó del propósito de escribirla. Por un tiempo pensó que era Aureliano. Se dio a
vigilarlo, a poner objetos a su paso tratando de sorprenderlo en el momento en que los cambiara
de lugar, pero muy pronto se convenció de que Aureliano no abandonaba el cuarto de MelquÃades
sino para ir a la cocina o al excusado, y que no era hombre de burlas. De modo que terminó por
creer que eran travesuras de duendes, y optó por asegurar cada cosa en el sitio donde tenÃa que
usarla. Amarró las tijeras con una larga pita en la cabecera de la cama. Amarró el plumero y la